En los años 70 los profesionales de moda fueron los fotógrafos, en los 80 los modistas, en los 90 triunfamos los arquitectos, y en la primera década del siglo XXI reinan los cocineros. Pero por encima de todos, siempre han destacado los músicos, poniendo banda sonora a cada época.
Ayer, el gremio de arquitectos votamos para elegir representantes para nuestro colegio profesional, el COAC, otrora institución sacrosanta de lo que fue una profesión respetada junto con ilustres médicos y abogados. Pero ha llovido mucho y ahora, en horas bajas, nadie decente recomendaría a sus hijos estudiar esta incierta carrera. Estamos en decadencia, por la crisis y por cabezotas. Tenemos muchas cuentas pendientes: la primera, diferenciar entre arquitectura y la mera construcción, que no son lo mismo, como bien se puede comprobar en cualquier periferia urbana. Segundo, liberarnos de dos extremos, el firmón burócrata o el endiosado. Tercero, asumir que los ingenieros y los aparejadores han sabido resolver mejor que nosotros muchas tareas constructivas. Por tanto, debemos reinventar nuestra profesión con un enfoque más humilde, y, a la vez, más ambicioso. Estamos para resolver problemas espaciales con responsabilidad social y con un enfoque integral del asunto. Y eso no lo sabe hacer nadie más. Tenemos capacidad para humanizar la labor del hormigón, más allá de su carácter pragmático o del hito estelar. ¡Qué más da que el visado sea o no obligatorio! No podemos lamentarnos por privilegios perdidos. Hemos de volver a demostrar que sabemos crear mejores ciudades. Hemos de convencer de que sigue siendo imprescindible que alguien con formación universalista enfoque los problemas edificatorios con arte e ingenio, y no solo con cálculos. La eficacia ha producido muchos más monstruos que la chispa. Solo un arquitecto es capaz de imaginar una propuesta orgánica que va desde el tornillo a lo global. La creatividad, y no solo el cumplimiento de la normativa de turno, ha de ser el estandarte de nuestra preciosa profesión, que ahora vive el desapego del príncipe y la sospecha ciudadana
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