El proyecto de los Smithson me ha hecho recordar este artículo de Josep Quetglas. Opino igual que él y así lo hemos comentado alguna vez en clase: los responsables de vuestra formación como arquitectos sois vosotros mismos.
Publicado en “Pasado a limpio, II” 1999. Pre-Textos de Arquitectura
1.En la Escuela tienes a los mejores profesores. Cualquiera puede ir a escucharlos, no importa curso ni horario. No pasan lista.
Se sabe inmediatamente que son los mejores, porque siempre están ahí cuando los necesitas –apenas llegas y ya están a punto de empezar, sin faltar ningún día, sin nunca llegar tarde-. Porque hablan a tu nivel –no son de esos que esconden su inseguridad tras un lenguaje oscuro. Y porque, como más sabes, más te dicen. Nunca se cansan de dar clase, no envejecen, no tienen la cabeza puesta en su despacho en el escalafón. No conspiran entre ellos. Sólo viven para enseñarte arquitectura.
¿Qué de cuál Escuela estoy hablando? De la tuya.
¿Qué quiénes son esos rara avis? No, no son ninguna minoría, son, al contrario, la mayoría de tus profesores. ¿Quieres nombres? ¿El curso acaba y aún no te has apuntado sus nombres en el horario?
Son Le Corbusier, Aalto, Siza, Wright, Mies, Loos, Ruskin, Hejdck, Smithson... Esa es la gente que da clase en tu Escuela. ¿No lo sabías? Sí: te están esperando en la biblioteca, para darte clases particulares.
Cada día, al llegar a la Escuela, decídete:-¿Con quién voy hoy a clase, con Aalto o con el Urbanismo, el de Proyectos, el de Historia...?
Escoge. Deserta las aulas. No vayas a clase. Que queden vacías. Ve a la biblioteca ellos te esperan.
2.Sí, y cuando me tenga que examinar, ¿qué pasa?
Entiéndeme. Tus profesores de la biblioteca no son mejores porque sepan más arquitectura, porque hagan mejor arquitectura que tus profesores de carne, huesos y halitosis. Eso sería relativamente sencillo.
Son mejores porque te enseñan mejor, porque con ellos aprendes más, te vuelves más sabio, puedes más.
Y éste es el segundo motivo para aprender. No sé si te lo sabré explicar bien. Más que un motivo es un instinto. Es un impulso, que hace que te entren ganas y rabia por llegar a aprender, por saber. Procede del siguiente modo: tú estás en clase, y oyes una voz que desde la pizarra va hablando del hormigón, de los ensanches urbanos, de una silla de Rietveld... Y te dices ¡No podría hacer callar a este imbecíl!. ¡Cómo se atreve a hablar, si no sabe lo que dice! ¡Ahora yo debería levantarme y decirle todo lo que no sabe!. Y te entran unas ganas irrefrenables de saber mucho de hormigón, de la ciudad del XIX, de Rietveld, para comprender mejor que el otro. Por respeto al hormigón, a la ciudad del XIX, a Rietveld, por respeto a los posibles profesores cuyo puesto está ocupado por ése que habla, por respeto a tus compañeros, por respeto a ti mismo, por odio a tus compañeros -que toman apuntes-, por odio a ti mismo -que estas callado-, por odio al profesor- que sigue hablando.
Creo que sin este punto de irritación, de intransigencia, de odio, no hay aprendizaje.
Si te asusta el término y crees que eres cristiano, substituye “odio” por “estímulo de competencia constructiva”-aunque, si eres cristiano, recordarás a aquél que decía (Mat. 10, 34-36): “No fueseis a pensar que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer la paz, sino la espada. Porque he venido a separar al hombre contra su padre y a la hija contra su madre, a la nuera contra su suegra, y los enemigos del hombre serán sus familiares”.
Yo lo hice así con mis profesores, entiendo, por tanto, que así puedas hacerlo tú también, y contigo cualquiera, ahora.
Tienen otra ventaja: son más económicos. ¡¿Sabes cuántas ediciones de las obras completas de Wright, Mies, Aalto y Le Corbusier, juntos, podrían comprarse con el sueldo de uno solo de tus profesores de los de nómina?!
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